Las personas de agua

Homenaje a Juan Rulfo.

 

Nací en la montaña. Para ver el sol debo hasta llegar a un descanso donde no hay árboles. Para los adultos es fácil llegar: saltan troncos, trepan rocas o se montan sobre las mulas. Así cruzan arroyos y cañadas, siempre atentos, con el machete en la mano para descabezar una culebra, cortar la hierba o las ramas espinosas del agavanzo. Los ancianos me cuentan que nací una noche de lluvia, pero aquí llueve todo el tiempo. Será que llueve para recordar mi nacimiento o nací para ver llover. El caso es que es difícil mantenerse una seca.

Los árboles lloran. No sé si de alegría o de pena. Lloran. La tierra es como una sopa fría y densa que, si uno no se fija por donde pisa devora todo, comenzando por los pies. Una vez perdí el dije que el padre de mi madre talló sobre una piedra para fijar la posición que tenían las estrellas el día que nací. Dice mi madre que poco tiempo después, su padre murió. Quedó como una rama seca, dijo. El agua podrida de su cuerpo se le salió durante días por la cola hasta que se cansó de luchar. No hubo hierba capaz de curarlo.

El día que perdí el dije, estaba mirando una lagartija que intentaba comerse a un bicho. Estaba sobre unas plantas que me llegaban a la altura de la frente. La lagartija saltó para embestir al bicho muy cerca de mí. Yo sostenía el dije en mis manos y cuando me pasó cerca de la nariz di un gran salto y caí de espaldas al lodo. El dije se soltó. El sol se estaba ocultando. Me puse a buscar por todas partes. Ningún adulto pasaba con una antorcha para ayudarme.

Cuando la noche llegó regresé a nuestra choza. Ahí estaba mi madre, mi padre y mis ocho hermanos, acurrucados por el frío. Les dije lo que había pasado y me mandaron a dormir afuera donde, para variar, llovía. Desde aquel momento mi madre se alejó de mí. Los ancianos la apoyaban, decían que quien no cuida lo sagrado, no puede cuidar nada, ni ser cuidado por nadie.

Nuestra comunidad tiene pocas familias. A medio día de camino hay otra comunidad más grande. Me cuentan mis hermanos que las chozas están dispuestas en un gran círculo. Al centro del círculo, me cuentan, los hombres discuten y hacen justicia, pero también comercian, negocian y organizan la alimentación conjunta de nuestra aldea, la de ellos y otras dos más que son vecinas. A veces quisiera dejar de imaginar como es ese mundo de las aldeas vecinas. A las niñas no nos permiten ir más allá del claro donde rara vez aparece el sol. Siempre vamos en grupos y nos acompaña una anciana. Ahí jugamos y aprendemos.

Cerca del claro está el arroyo. Es flaquito como víbora, pero cristalino como el aire. Ahí, las mujeres hacen muchas cosas. Cada día parece crecer más la brecha que nos lleva de la aldea al arroyo donde las mujeres van a lavar la ropa, recogen agua y nos bañan. Odio ese lugar. El agua siempre está fría. Los niños más pequeños lloran y una vez, el río, así de flaquito y todo, se llevó un niño y le robó el aliento. Lo encontraron luego de dos puestas de sol, allá abajo, cerca de la aldea donde mi padre dice, me iré a vivir mañana.

Al niño lo enterramos todos. Los de nuestra aldea y los de las otras fueron llegando en grupos. Una vez, hace mucho tiempo conocí la muerte. Tenía un pollo. Le rogué a mi madre que me dejara cuidarlo. “Los animales son sagrados” me dijo. “Nos dan alimento”. Yo era tan pequeña como él. Apenas cabía en mis manos. Tenía el color del polen. Era un solecito que piaba y temblaba porque siempre estaba empapado. Entonces decidí ayudarlo. Lo metí entre dos petates y lo dejé ahí toda la noche. Al amanecer fui para ver si ya estaba seco y feliz. Metí la mano entre los petates y sentí sus plumas, que eran más pequeñas que las hojas de una albahaca. Lo sostuve en mis manos y no se movía. Entonces, pensé que de tanto sufrimiento el pollito dormía profundamente. Me acerqué al rincón donde duermo. Me gusta dormir en el rincón y no entre mis hermanos. Nos tendemos todos a lo largo de la choza para calentarnos. Puse al pollito en una orilla y salí de la choza. Regresé más tarde y el pollito seguía inmóvil. Ha de seguir muy cansado, pensé. Pasó la noche y al día siguiente todo estaba igual, salvo uno de mis hermanos que tosía y tosía saliva roja.  Volteé a ver al pollo y un montón de hormigas estaban sobre él. Cogí una rama seca para espantar a los bichos. Lo sacudí, nada. Me lo acerqué a la boca para hacerle un cariño con los labios, olía raro. Fui con mi madre y se lo di. “Tonta”. Me dijo, mientras me sujetaba del cabello y comenzaba a sacudirme de un lado a otro. “Está muerto, niña, lo mataste, ora comeremos menos”. Le contó lo sucedido a mi padre quien simplemente dijo “Lo bueno es que ya falta poco para entregarla”.

Mi padre ni me miraba. Era de los hombres fuertes de la comunidad. Siempre andaba con machete a todos lados. Cuando se acostaba, procuraba ponerse el machete entre las piernas. Nunca se cortó, pero eso sí, un día dejó sin una mano a uno de los hombres de otra aldea.

Cuenta mi hermano menor que, un día que se fueron a trabajar temprano, que estaba trepados en un árbol cogiendo frutas, este hombre se acercó y les sacó plática. Dice que ya que terminaron la labor se sentaron un rato sobre un tronco y conversaban. Decían cosas de la lluvia. Todo mundo, todo el tiempo habla aquí de la lluvia. El abuelo decía que éramos las personas del agua, que proveníamos de ahí, que esa era nuestra madre, nuestra fuente y que también tendría que ser nuestra desgracia. Decía “Uno debe pagar por lo que más tiene y el agua nos sobra”. Cuando ya se iban, dice mi hermano, el hombre intentó arrebatarle a mi padre la fruta que habían recolectado. “El extraño tenía una piedra en la mano, hermanita y que se la avienta a papá”. Entonces, dijo mi hermano, mi padre se hizo a un lado y en ese mismo movimiento desenfundó el machete y se abalanzó contra al extraño. “Un solo chingazado bastó” dijo mi hermano. “El extraño gritó y se echó al piso tomado de su muñeca, la colgaba la mano”.

Además de no mirarme, mi padre me habla poco. La única vez que me llamó para decirme algo distinto que seguir una orden, insultarme o decirme “quítate” fue hoy por la mañana. Me dijo “Mañana te largas a vivir con tu hombre”. No comprendía. Mi madre estaba sentada a su lado. Mis hermanos estaba fuera de la choza. “Te pondrás esto y tu madre va a arreglarte la cara”.

Era el vestido más hermoso que nunca antes había visto. Parecía una mariposa gigante y eso me hizo sentir momentáneamente bien. Siempre jugué con mariposas, catarinas, gusanos. Ahora me vestiría como una mariposa para volar a no sé dónde.

Mi madre dijo “Ya estás para casarte. En un año serás como yo, una madre”. Entonces entendí. Varias veces, a lo largo de las estaciones, la gente de las aldeas se reúne en una gran asamblea. No todos vamos, solo los ancianos y los adultos. Los adultos regresan con ganado y comida y misteriosamente desaparece una niña. Como aquella niña con la que jugaba en los días de sol a la que de pronto, no volví a ver y nadie sabía, o quería decirme dónde estaba.

Yo sería la próxima desaparición. Lo había entendido. Pero entenderlo no significaba quererlo, mucho menos aceptarlo. Mis padres se levantaron y me dejaron sentada adentro de la choza. Bajo ninguna circunstancia podía salir de ahí. Pensé en mi vida. En la tierra voraz. En la lluvia infinita. En mi pollito muerto. En las niñas desaparecidas. En el machete de mi padre. En la indiferencia de mi madre. En los escasos días de sol. En mi abuelo y mi dije perdido. Pensé que no quería pensar. Que solo quería salir de la choza e irme. En un momento me asomé y vi la oportunidad de huir. Salí corriendo y me metí al bosque. Tomé el camino al río. Somos personas del agua, somos personas del agua, me repetí todas las veces  que pude antes de saltar al río y dejarme llevar por él.

 

 

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Siete días.

Una noche antes elegí mi ropa, lustré mis zapatos negros y los coloqué en la cómoda. Aquel traje, la camiseta y la corbata le habían gustado. Un día después regresé al almacén para comprar el kit completo.

Dos días antes afeité mi barba. A ella no le gusta que la use larga. La teñí para ocultar las canas y me saqué uno por uno los pelos de las orejas. Tres días antes fui a hacerme un chequeo general. Mi presión era estable, mis niveles de azúcar óptimos y mis reflejos y elasticidad estaban mejor que hace una semana. Cuatro días antes cancelé todos mis compromisos para ese día. Hablé durante dos horas con Mely, mi asistente y le di instrucciones muy claras de qué decir y a quién decírselo para justificar mi ausencia.

Cinco días antes, reservé una mesa en el restaurante que, según me enteré, era su favorito. Había que reservar en el área de la terraza para que ella pudiera fumar esos cigarros franceses rubios que tanto le gustan. Solicité que nos prepararan un menú especial, cosa que solamente ocurre en el restaurante Prestige y que también solamente ahí cuesta lo que cuesta. Seis días antes reservé la suite presidencial del hotel más lujoso de la ciudad. la primera vez que hablé con ella me dijo que  “si pretendes que sea tuya tienen que ser ahí y no en otro lugar”.

Sus amigas, o mejor dicho, socias de banqueta presumían de hombres misteriosos y adinerados que solían llevarlas a exclusivos hoteles para hacerles lo mismos que cualquier albañil haría en un callejón oscuro. Lorena merecía eso y más. Era un puta deliciosa, una gran puta espigada y fresca; era una gran hija de puta, puta y suculenta, cuyas mamadas había cobrado fama entre los banqueros, es decir, entre mis colegas.

A Lorena no le importaba ser callejera. Prefería la libertad y el aire de una banqueta al lúgubre ambiente de un local, tristemente decorado y peor aún, ventilado de manera artificial. Tenía veinticinco años, pero quizá su vagina ya había llegado a los cincuenta.

Reunía el prototipo de feminidad que todo buen hombre atesora poseer, en el instante mismo en que se casa: una mujer descarada, insumisa, fría, huevuda, mandona, implacable, caliente, visceral, de grandes tetas, nalgas redondas y firmes, mulsos duros, bellos de durazno y con una vagina del color y olor de un sashimi de salmón.

Esa era Lorena: un ejemplo de que lo imposible podía compendiarse, respirar, eructar, pedorrearse y demás, en un solo cuerpo.

Siete días antes de hacer todo esto estaba firmando mi divorcio y no solo eso, modifiqué mi testamento, regalé al perro, contraté más personal doméstico, fui a la joyería más fina para comprar un diamante cuyo número de kilates deberían transformarse en una serie de orgasmos inolvidables, inicié una dieta, me puse a hacer ejercicio y adquirí un auto convertible.

Llegado el día, es decir hoy, las cosas dieron un giro siniestro. Como dije, me desperté dos horas antes de lo normal. Siendo las diez de la mañana estaba en pie. Abrí la ducha y esperé el agua caliente. El único líquido caliente que sentí fue el de mi orina sobre mis piernas.

Salí temblando de la ducha y comencé a afeitarme, lo cual trajo como consecuencia una hermosa cortada debajo de mi pómulo; misma que confirmó que, un hombre de setenta y ocho años, con frío, debe esperar al menos media después de una ducha fría para afeitarse.

La herida no paraba de sangrar. “Un tajo profundo”, dijo el doctor, luego de revisarme la cadera para constatar que no me había fracturado la pelvis con la caída que me provocaron los zapatos nuevos, cuando intentaba amoldarlos luego de media hora de suplicios que se tradujeron en cuatro ampollas, con apenas unos cuantos metros caminados.

Las dos horas de anticipación con que me levanté y los siete días de preparación terminaron por irse al carajo cuando el Doctor Preciado me dijo que tenía que quedarme en observación al menos una noche. El susto de la caída me había disparado la presión. Sospechaban también que el enojo pudo provocarme una diabetes. Esto, sin contar que la herida en el pómulo no cicatrizaba.

Si en siete días Dios creó al mundo, en siete días yo destruí el mío y eso, señores míos, no es cualquier pendejada: es una obra maestra.

 

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La mirada más triste

marzo 17, 2011 1 comentario

Me moví un poco hacia la izquierda para guarecerme del sol. Para mi mala fortuna, un río de hormigas acudían a beber, justo a mi lado, los restos de una soda de naranja, que formaban un venero minúsculo adentro del vaso de hielo seco. Esperaba a Juan, a quien, por razones para mí desconocidas, no pude acompañar adentro de ese horrible edificio de trámites burocráticos.

Como dije, el sol comenzaba a molestarme así que me moví ligeramente hacia un costado. Ahí apareció ella. Primero se detuvo como a diez metros de mí. Me miraba fijamente y al principio no la reconocí. El viento que venía detrás de mi espalda movía su cabello ligeramente.

Era un cúmulo extraño de olores. Un viento que siendo ligero volvía el acto de respirar un choque múltiple de aromas. Ahora me sonreía. Su sonrisa me resultaba familiar. Llevaba puesto un vestido ligero color mamey; usaba unas alpargatas y del hombro colgaba un curioso bolso de mimbre, o  de algún  material orgánico.

Dio unos pasos y se acercó más. Todo esto, sin apartarme la mirada. Me puse un poco nervioso y moví la cabeza para otro lado. Yo pienso que hay códigos, uno de ellos es, que no debes mirar a nadie fijamente a los ojos, para evitar dar señales equivocadas. Aprenderlo me costó un sin fin de malos ratos, pleitos, regañadas y castigos.

A un lado, detrás y frente a ella la gente va y viene. Unos llevan prisa. Otros van lento. Hay personas que caminan solas. Otras van a acompañadas. Unos van abrazados. La mayoría van cada uno por su lado. Ríen, conversan. Pocos callan. Llevan en sus manos muchas cosas: aquel un vaso con fruta; ese otro se rasca la cabeza; ella un niño.

El sol sigue moviéndose hacia mí. Parece que me persigue. Tengo sed. Ahora la mujer está frente a mí. La huelo y sé quién es. Ahora sé quien es. Hace tiempo estuvo en casa ¿días, semanas, meses, años?. Vivía con Juan. Los domingos solíamos ir juntos a dar la vuelta. Me apena no haberla reconocido si no es por ese perfume con esencia de vainilla. Se inclina a acariciarme. Me llama por mi nombre. Veo en sus ojos la mirada más triste que haya visto en mucho tiempo. En eso escucho la voz de Juan. Ha terminado ya de hacer sus cosas. Muevo la cola. Me levanto sobre mis patas traseras. Me sacudo las hormigas que tercamente habían comenzado a treparme como a una montaña de pelos. Finalmente me desatarán de este árbol y podremos irnos juntos, los tres, como hacía tiempo no ocurría.

Ahora ladro: la sed me está matando.

 

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Dildo

marzo 10, 2011 2 comentarios

Llevo semanas intentando decirte esto. Qué digo semanas, meses. Pero tú no pareces entender. Te quedas ahí con cara de every thing its all rigth y yo, aquí como tu fiel pendeja. No, imbécil, no se trata de eso. Sí, estamos pagando una casa; no falta panceta, ni tomates, ni cereales, ni toda esa mierda que sostiene nuestras rutinas alimenticias, no.

Tampoco es eso otro; nadie dijo que no amamos a nuestros hijos, que tenemos grandes momentos juntos; que los colegios son buenos y que hemos forjado una gran cadena de amistades, prestigio social y lo que quieras. No. No me estás escuchando.

Acaso me escuchaste alguna vez? Te escribí cartas; renté películas adecuadas; te saqué más de tres veces de tu oficina en viernes para irnos de paseo, con todo y que me molesta sobremanera dejar los niños con tu madre. Sí, lo hice porque es importante, porque se trata de buscar aventuras y darle un giro emocionante a nuestra vida.

Lo ves? No me estás entendiendo nuevamente. Claro, claro, no me faltan esas cosas. Joyas, los vestiditos esos, una camioneta nueva cada año, los muebles de piel y el puto espejo ese me importan un carajo. Independencia? Acaso crees que tú me la das? O que el dinero me la ha dado? Si serás tonto; para tu información, la mujer que tienes ya era independiente antes de ti.

O qué? Acaso mi doctorado, mi trabajo como consultora independiente, las conferencias que doy, mi colaboración en el periódico y todas mis putas actividades no te dicen nada?

Pues deberían. Dicen que mi vida puede continuar contigo o sin ti. Dicen que tengo la capacidad de conducir y llevar sola a esta familia. También dicen que eso que tienes en las manos y que ha producido esta discusión se justifica. Dicen también que me vale un carajo que estés indignado. Que me importa un comino tu sorpresa. Que tú y el terrible sacrificio laboral que dices hacer se pueden ir al carajo si no me coges.

Queda claro, cariño? Cógeme cabrón.

Y ahora deja ese puto dildo donde lo encontraste.

 

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La receta

marzo 2, 2011 2 comentarios

“Querida, te dejé el paquete en la puerta. Llámame cuando lo recojas.” Josy leyó el mensaje y respondió con un escueto “Ok”. En el camino a casa pensó en Lu, su nueva amiga, a quien consideraba “muy moderna”. Ya no le incomodaba el hecho de tratar con la mujer que vivió cinco años con su actual marido. Incluso, disfrutaba de las ventajas de contar con información de primera mano que le resultaba sumamente útil para resolver o anticipar problemas con Renzo.

Lu era simpática y solidaria pero sobre todo, diversa. Solía recomendarle a Josy una gama de actividades para tener contento a Renzo. “Léele de noche”, le dijo una vez. “Claro, tiene que ser algo del Marqués de Sade”.  La primera vez que lo hizo descubrió el poder de una mordaza, la caricia de un par de sogas en sus tobillos y muñecas y descubrió que el dolor no era el revés del placer sino simplemente un camino anverso.

La lista de sugerencias y consejos abarcaban cine: Pier Paolo Pasolini; caminatas nocturnas en los barrios bajos de la ciudad; visitas a la morgue; súbitas apariciones en funerales ajenos; juegos eróticos y demás. Desde el amanecer hasta la noche, Renzo lucía pleno y sonriente. A veces, Josy comentaba con él respecto al interés de Lu en que ellos estuvieran bien. Al principio, Josy pensó que Lu actuaba por una suerte de culpa. La relación con Renzo, si bien terminó súbitamente y sin mayor drama, tuvo que ver con una infidelidad de Lu. Renzo le había platicado a Josy sobre ello y le había dicho tajantemente que no estaba afectado, por lo contrario, estaba feliz de que Lu hubiese renovado su entusiasmo por la vida. “Lu necesita reinventarse, no sabe estarse quieta por mucho tiempo, si se aburre, planeará y cometerá locuras”, le dijo Renzo.

Al llegar a casa Josy se encontró una caja pequeña con una nota que decía “Sigue al pie de la letra las instrucciones de la receta, no te arrepentirás”. Tal y como Lu le pidió, le llamó. “Prepárate para hacer a Renzo al hombre más feliz del mundo”  le dijo. Josy sonrió mientras abría la caja y revisaba su interior. Un kilo de papas, medio de jitomate, panceta, apio, garbanzo y una serie de bolsitas con diversas hierbas y condimentos.

Entonces Lu comenzó a explicarle el proceso de preparación, el tiempo de cocción, el orden en que debía ir poniendo los condimentos, la cantidad de agua requerida, el nivel de la flama de la estufa. Josy atendía al pie de la letra las instrucciones. Se sentía una alumna privilegiada. Pasados veinticinco minutos todo estaba listo.

“Huele bien” le dijo Josy a Lu. “Y ten la seguridad de que sabe mejor, querida” contestó Lu. “Ahora, sírvete un plato y pruébalo”, le pidió Lu a Josy. Caminó al cristalero y sacó un plato hondo. Cogió una cuchara sopera y lo zambulló en la sopa y colmó el plato. “Bueno cariño, come y a la noche te marco para ver cómo te fue” Dijo Lu y colgó. Josy llevó el plato al comedor. Puso un mantel, cogió un cubierto y se sentó a degustar. Cerró los ojos y sorbió una cucharada. Un sabor peculiar se paseó por su lengua. Josy se quedó con los ojos cerrados y el tiempo comenzó a pasar.

Cuando Renzo llegó a casa, vio a Josy doblada sobre la mesa del comedor. Un plato hondo estaba servido casi al tope con una sopa rojiza. Renzo movió la cabeza de Josy de un lado a otro. Le buscó el pulso en le cuello y vio que no había. Sintió la erección.

Cogió el teléfono y llamó a Lu. “Está muerta, funcionó el cianuro” Le dijo. “Y cómo luce?” Preguntó Lu. “Sumamente sensual, cariño”. Dicho esto se bajó los pantalones, subió el cadáver a la mesa, lo despojó de la ropa y tuvo sexo con él. Tras eyacular sobre el rostro llamó nuevamente a Lu  y le preguntó “Ahora qué sigue mi vida?”.

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Bienvenida

noviembre 26, 2010 4 comentarios

Abro la puerta ¿Pétalos de rosas en el piso, un caminito de diminutas velas que iluminan la casa en dirección a la habitación, inciensos estratégicamente distribuidos para aromatizar la casa, luces apagadas, música apacible? No me lo merezco. Casi rompo en llanto imaginando a Sonia preparando mi bienvenida.

Escucho un sonido extraño provenir de la recámara. Debe ser Sonia. Quizá he estropeado su sorpresa. Ella es abnegada y yo un esposo vulgar y desleal. Mi última fechoría fue en el avión. Mi vuelo se adelantó cuatro horas. Me tocó sentarme detrás de un gordo desagradable, pero a un lado de una suculenta jovencita.

Aproveché dos de las cuatro horas libres para metermeal hotel de aeropuerto con la chica sin nombre. El sexo llegó como ocurren estas cosas: un súbito apasionamiento producto de un roce accidental; luego las miradas, un fuego indescriptible transmitiéndose de una pupila a la otra; la frase hipócrita de “Perdone usted mi impertinencia” y la respuesta de “Fue un placer”.

¿Un placer? Aunque nadie lo crea, eso dijo y entonces todo estaba dicho.

Poco antes de aterrizar pronuncié muy cerca de su oído las palabras precisas “Tengo tiempo, ¿quieres ir a un hotel?”. Luego, la magia escurriendo de unos labios que, aunque operados me hicieron pensar en un paraíso natural. “Me hospedaré en el hotel del aeropuerto, mañana temprano haré trasbordo, ¿vienes?”. Claro, ese tono tropical, o no sé qué, penetrando como un rayo de incierta fecundidad, cimbrando mi entrepierna, disparando mi bragueta y haciéndome recordar uno de tantos dichos que dice mi compadre “Dónde muchos ven talento, carisma, carácter, inteligencia, yo veo un receptáculo dispuesto a ser llenado de semen”.

Sí, fue un chorro caliente de esperma sobre su vientre; su jadeo desapareciendo lento como un eco de avión y mi cuerpo en estado de bulto.

Al terminar, salí a a buscar un taxi. Por alguna razón en el trayecto no pensé en llamar a Sonia. No podía concentrarme en otra cosa que no fuera el gordo del avión. Más de la mitad del vuelo me la pasé preguntándome diversas cosas ¿Cómo cupo en le asiento? ¿Qué hace falta para que un hombre se transforme en una ballena? ¿Ha cogido? ¿Puede mirar sus pies? ¿Qué habrá bajo su papada? ¿Me pondría sus pantalones en caso de emergencia? ¿Algún día tendré un amigo obeso?

Era enternecedor ver como apretaba con su mano colosal la pequeña y frágil bolsa de cacahuates que la pichicata aerolínea nos proporcionó como gesto magnanimo de gratitud por nuestra lealtad “Gracias por preferirnos”. Bastaba ver el diminuto vaso perdido entre unos dedos que parecían las crías empachadas de hurón, para entrar en un estricto régimen de ejercicios.

“Dios no se equivocaba, por cada gordo había un corazón destruido”, decía mi compadre.

Finalmente llegué a casa. Mi mujer estaría dormida o algo así. Metí la llave con cuidado y la giré procurando no hacer ruido. Caminé por el improvisado camino de pétalos y velas, dsipuesto sobre la alfombra. Aspiré lo más hondo que pude el aroma del incienso. Los ruidos en la recámara seguían; quizá Sonia me había escuchado.

Un temor me invadió, pero no estaba dispuesto a corroborar nada que tuviera que ver con justicia divina o “la vida te las cobra”, comprade, dix it. Abandoné mi plan de discreción y derribé deliberadamente un florero, mismo que nunca fue de mi agrado. Un nuevo ruido se escuchó desde la recámara: el infalible sonido de una ventana que se abría y cerraba en cuestión de segundos.

Entonces pude avanzar, vi a Sonia nerviosa y agitada, estaba empapada en sudor. Usaba un camisón bastante sensual que no le conocía, me miró y me dijo:

“Amor, ¡Llegaste antes!” entonces me abrazó.

“Hacías ejercicio, ¿verdad, mi vida?” le dije.

“Si mi amor, quiero estar siempre bien para ti”

“Lo sé cariño”

“¿A qué hueles?” me preguntó.

“Ya sabes, en el avión se te pega el aroma de la gente” le respondí.

Sentí su pecho húmedo restregándose con el mío. Esa noche había habido un empate a cero goles; ni para qué hacerla de pedo, pensé, tal y como mi compadre suele decir en estas situaciones “chingamos y nos chingan al mismo tiempo, eso es la vida”.

 

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Tú ganas.

noviembre 4, 2010 1 comentario

Todo comienza con una taza de café matutino y termina con un dolor estomacal. Las agruras me acompañan desde hace mucho. Producto de cientos de tacos, tortas, miles de chiles jalapeños, litros de salsa, licores y bebidas alcohólicas. Toda una inversión, toda una vida.

Tania resuelve interesarse por mi estado y se dirige al baño. Parece que de súbito recordó que llevamos un año viviendo juntos. Ahí tenemos un pequeño botiquín con merteolate, aspirinas, laxantes y curitas. Saca una píldora de ranitidina y una de espacil compuesto y me los da con un trago de agua. Yo las ingiero con los ojos cerrados pensando que se trata de unos cacahuates garapiñados.

Minutos después estoy sobre el colchón contorsionándome como una anaconda. Ella me habla de muchas cosas al mismo tiempo: el trabajo, el auto, la cocina, las amigas, sus padres, sus tías, de la diabetes, de la importancia de la zarzamora en su vida. Su diálogo está lleno de pausas y gestos diversos como alzar la ceja, fruncirla la boca, arquear las narices, mover ligeramente las orejas en caso de asombro. En tanto, yo pierdo la noción del tiempo y lo que consideraba incontable se resumen en apenas unos minutos.

El efecto del medicamento tardará un poco más. La cama no es el refugio que yo esperaba y parece de clavos. Mi espalda y estómago me arden, como si por dentro me estrujaran. El sueño no llega. Tengo los ojos abiertos y miro el techo. Enciendo el televisor y voy de canal en canal como todo un desocupado. Lo soy, pues mi chica me mantiene desde hace diez meses.

Tania trae puesto un pijama que su madre le regaló. Ama sus pijamas pero no ha sido capaz de regalarme una. Duermo en shorts. En cuanto se da cuenta que enciendo la televisión abre los ojos y comienza la batalla.  En un acto sagaz me arrebata el control remoto. Con todo y mi dolor me incorporo y trato de quitárselo, sé que a esa hora en un canal americano pasan una serie que disfruto mucho. Pero ella insiste en ver el canal de recetas que dicta un joven apuesto. Entonces caigo en cuenta que no podré despojarla del control y me dirijo a la sala. Enciendo el estéreo con un disco de Motely Crüe y subo el volumen. Su respuesta es inmediata, deja el televisor encendido, le sube también al volumen y decide poner una canasta de ropa sucia en la lavadora. El ruido de la lavadora anula de inmediato al estéreo y la televisión. Sin dejar pasar más tiempo voy en busca de la aspiradora. La enciendo y me pongo a aspirar la sala. El ruido de la aspiradora logra distraer al de la lavadora de Tania, que para entonces está sacando la maquina para pulir pisos. Dejo encendida la aspiradora y me voy de inmediato al sótano por mis herramientas. Elijo el taladro y comienzo a hacer agujeros en la pared. Tengo muchos cuadros sin colgar y esta es la ocasión para hacerlo.

El tiempo corre veloz. Mi espalda y mi estomago comienzan a mejorar por el efecto del medicamento, pero la batalla no cede. Tania ha puesto verduras en el extractor de jugo, quiere uno de zanahoria. Respondo con un chocomilk de la ruidosa chocomilera. Nada nos detiene, nos miramos uno al otro sabiendo que cada acción tendrá un efecto mayor.

Debemos cuidar que todos los aparatos funcionen como una orquesta y efectivamente así sucede. La casa toda retumba sin tregua, nuestros tímpanos están al límite.

En pleno apogeo armónico del hogar escucho el timbre de la puerta. Es sumamente molesto y ruidoso, corro a la puerta para reclamarle a Tania el uso del dispositivo, generalmente usado como último recurso, pero noto que ella también corre hacia allá creyendo que he sido yo quien lo usó.

Nos detenemos en la puerta como frente a un jurado. Ninguno de los dos quiere abrir y por un momento damos la espalda para seguir con nuestras actividades, como si nada hubiese pasado. En ese momento vuelve a sonar el timbre y no queda duda, hay alguien ahí.

Abrimos al mismo tiempo como si cortáramos el listón en una inauguración. Los  bigotes de nuestro vecino se asoman. Luce demacrado y molesto, los ojos rojos y unas grandes bolsas rugosas bajo los párpados. Jura en nombre de su madre que uno de estos días va a matarnos y nos califica como “su peor pesadilla”.

Apenados regresamos al interior de nuestra casa. Debemos desconectar uno a uno los aparatos. Todavía hay que sacar la ropa de la lavadora y colgarla, tirar la basura de la aspiradora, barrer el polvo producido por el barreno del taladro y guardar los licuados. Hay tanto que hacer y estamos tan cansados que mejor decidimos regresar a cama y dormir. A fin de cuentas ya es domingo.

 

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Un hombre inteligente

octubre 28, 2010 1 comentario

Claudia dejó el café sobre la mesa. Se levantó con sus cincuenta kilos de sensualidad y fue a atender la puerta. Escuché sus pasos bajando las escaleras. Tres pisos de impaciencia separan el timbre de la puerta. Me quedé sentado en el reclinable. Me quité los zapatos, zafé el nudo de mi corbata, desfajé la camisa del pantalón y me estiré cuan largo era. Los minutos pasaban y Claudia no aparecía. Un hombre inteligente no debe entrometerse en la vida de su amante, pero esta tardanza me resultaba inusual. Me levanté y caminé en círculos. Terminé por acercarme a la ventana y la vi dialogando con un hombre mayor. Un hombre inteligente no debe tener celos de su amante. Debe saber que entre ella y él no existe otro compromiso que la satisfacción mutua. Sin embargo, una mujer sensata debe evitar hacer una cita doble. Sobre todo cuando ha confesado que como yo, no hay otro que sepa hacer las cosas de la cama. Eso sí que resulta intolerable.

Comencé a vestirme lo más rápido que pude. Pese a todo me sentía indignado. Ya casi terminaba de atarme las cintas cuando escuché los pasos de Claudia provenir de la escalera. El sonido de sus tacones es una alarma infalible. Le abrí la puerta y poco a poco fue apareciendo entre los escalones. Primero la cabeza con su tinte zanahoria, luego los hombros y la cadera, hasta que finalmente avanzó hacia mí con su paso de amazona urbana.

Las lágrimas envolvían su rostro. Un hombre inteligente no debe intimidarse ante las lágrimas de mujer alguna, mucho menos con las de su amante. Así que fingí desinterés y le dije secamente:

“Preciosa, debo marcharme”

Ella me miró y me detuvo en la puerta.

“Espera por favor”

“Tengo una vida, por si lo has olvidado, además te esperé lo suficiente”

“¿Es por el hombre que vino?” preguntó.

“¿Cuál hombre?” –respondí, sabiendo que un hombre inteligente no debe ni por error dar un guiño de sospecha o mejor dicho de interés respecto a la vida social de su amante.

–“No, no, ninguno”.

Claudia había controlado las lágrimas pero su rostro lucía descompuesto.

“Entonces luego te llamo” le dije, y salí de ahí un poco perturbado.

Un hombre inteligente no debe perturbarse cuando deja a su amante envuelta en lágrimas y con cara de cocodrilo. Tampoco debe perturbarse por rechazar la petición de ella por hacerlo quedar, así que me concentré en las cosas del trabajo.

Acudí a una cita de negocios. El hombre con el me vería, además de socio es mi amigo. Roberto me esperaba en un restaurante. Comenzamos a ponernos al día en asuntos relacionados a acciones, futuros mercados, indicadores económicos, alianzas, hasta que en un momento, Roberto me dijo:

“A ver cabrón, tú traes algo, ni creas que no me doy cuenta”

“Perdón” le dije

“No te hagas pendejo, conozco esa cara de marsupial que sueles poner cuando algo te preocupa”

Quise evadir el tema pero, me fue imposible. Terminé confesándole mi preocupación por Claudia.

“Esta mañana me sentí incómodo con Claudia” le dije

“¿Acaso tu mujer sospecha algo?” me preguntó

“No mames, ella no es capaz de intuir nada, se trata de Claudia”

“¿Qué le pasa?”

“No sé cabrón, estaba extraña, un hombre la visitó… lo recibió en la puerta y… regresó llorando”

“¿Y? ¿Qué pedo con eso?”

“Pues no sé cabrón, me sentí mal”

“Estás olvidando las reglas del hombre inteligente”

“Tal vez” le respondí.

Roberto propuso un brindis y luego olvidé el asunto. Ya de noche, la llamé desde la casa. Mi mujer había salido con sus amigas. Solía hacerlo todos los días. Se la pasaba en cafecitos, juegos, cócteles. Por lo general llegaba tarde y se dormía de inmediato. Solo hacíamos el amor estando de viaje. Era como si tuviera que pagar un precio por ello. El teléfono de Claudia sonó hasta que se escuchó el mensaje de la grabadora. No quise decir palabra y colgué. Me dormí sin esperar a mi mujer.

A la mañana siguiente desperté y mi mujer aún no llegaba. Por alguna razón me valía madres lo que hiciera de su vida. Ya estaba acostumbrado a despertar y hacerme yo solo el café, coger una fruta y marcharme a la oficina donde Lulú, mi secretaria me esperaba con el desayuno. Cuando llegué a la oficina no fue distinto. Lulú me esperaba con unos chilaquiles. Mientras desayunaba entró Lulú a mi oficina. Traía un sobre en manos. Por lo general no tolero que se me interrumpa en el desayuno, de no ser que se trate de una emergencia. Pues ahí estaba Lulú, con un rostro inexplicable tendiendo ese sobre en mi escritorio “Lo trajo un niño, dijo que era muy urgente, que usted entendería”.

Abrí el sobre como pude, pues mis manos estaban llenas de salsa. Era una carta de Claudia <<Cuando leas esto probablemente ya no exista más. Gracias por todo lo que me diste. Claudia Román>>. En la carta no mencionaba un motivo para matarse. Mi primera reacción fue pensar en que realmente no quería hacerlo. Según las estadísticas quien quiere matarse simplemente lo hace y ya, no anda dando avisos. No obstante, cabía la posibilidad de que Claudia quisiera hacerse daño.

Un hombre inteligente sabe que no deberá dejar morir a su amante si no tiene una nueva. Dejé a la mitad mi sagrado desayuno y fui a su casa. A Claudia la conocí en un bar cercano a la oficina. Ciertas veces solíamos ir allá un grupo de amigos. A su vez, Claudia iba con amigas, las del club de divorciadas. Sin embargo, Claudia no era divorciada sino simplemente sola. No había querido casarse y prefería establecer relaciones ocasionales que le permitieran ser independiente. Eso se terminó cuando me conoció a mí. Comenzamos a salir y a divertirnos juntos y acordamos cierta exclusividad. Nada sentimental, exclusividad sexual. Vivía a unas cuantas cuadras del bar y de mi oficina. Caminé hasta ahí lo más rápido que pude. Saqué el juego de llaves que me había dado, abrí la puerta exterior, subí los tres pisos, llegué a su puerta y al abrir la encontré tirada en la alfombra de la sala.

Tomé el teléfono y di aviso a los servicios médicos. Cerca de ahí había un frasco de antidepresivos, cosa que informé a los paramédicos. La ambulancia llegó transcurridos quince minutos. Durante ese tiempo le sostuve la mano y estuve atento a su pulso. La trasladaron a una clínica donde la estabilizaron. Fue purgada, le instalaron suero y una dieta ligera. Todo ese día no me paré más en la oficina. Llamé a mi mujer para avisarle que no iría a dormir, pretextando la enfermedad de un socio. Acompañé a Claudia durante la noche, debía quedarse en observación para darla de alta por la mañana. No pude pegar el ojo. La silla era incómoda, hacía calor y además Claudia parecía tener pesadillas. En la madrugada habló dormida, decía cosas como “detente, no lo hagas… por favor”. También mencionó un nombre al menos cinco veces, Eugenio Arriaga.

Por la mañana, cuando Claudia despertó, le dieron un desayuno y le informaron que podía salir en una hora. Una vez afuera pedimos un taxi para ir a su casa.

–¿Quién es Eugenio Arriaga? –le pregunté

–¿Cómo sabes tú de él?

–No paraste de decir su nombre toda la noche –le respondí –lo decías en medio de una pesadilla.

Claudia guardó silencio el resto del camino. Nuevamente se veía perturbada. Un hombre inteligente no debe ahondar en las pesadillas de su amante, ni en los nombres que en ella se pronuncien, pero ¿quién demonios es el tal Eugenio Arriaga que tanto miedo le provocaba? ¿Qué clase de daño le hizo para que de pronto lo sueñe así?

Al llegar a su domicilio lo primero que vi fue al hombre que dos días antes irrumpió en su puerta. Estaba de pie en la banqueta, como haciendo guardia. Llevaba un ramo de flores. Era mucho más viejo de lo que creí ver la vez anterior. Sus manos temblaban y se movía con dificultad. Lucia enfermo, con grandes ojeras. La piel del rostro le colgaba y los ojos se hundían en las cuencas.

Claudia se sobresaltó y se aferró a mi brazo.

–¿Te está haciendo daño ese hombre? –le pregunté mientras señalaba al anciano. Al decir esto, sabía que estaba traicionado las reglas del hombre inteligente, pero no había marcha atrás. Claudia se descompuso y comenzó a temblar y llorar y se agarraba de mi brazo como si sintiera fobia o asco por aquel anciano. El hombre no dejaba de verla y conforme nos acercamos a la puerta él también se acercó hasta allí. Saqué mis llaves y abrí el portón. El hombre amenazó con entrar. Claudia ya estaba adentro y me interpuse en el camino del anciano. Un hombre inteligente no debe golpear a un anciano, así que sólo puse mi cuerpo como escudo. El forcejeo no podía ir más allá. De habérmelo propuesto hubiera tumbado al viejo con mi aliento. De pronto, Claudia intervino “déjalo entrar”.

Subió apresuradamente las escaleras, yo le seguía y enseguida de mí venía el anciano subiendo con dificultad. Cuando llegué a su piso no encontré a Claudia. Me quedé de pie en la sala y luego entró el anciano. Escuché ruidos en una habitación que Claudia usaba para guardar tiliches. El anciano la llamaba y le suplicaba que saliera. Yo me sentía como un pendejo, como algo que bajo ninguna circunstancia debe ser un hombre inteligente.

Al poco tiempo salió Claudia. Se veía diferente, era totalmente otra mujer. No era la mujer convaleciente que desea reposar después de intentar suicidarse, sino un animal de mirada perdida.

“Ese hombre es Eugenio Arriaga” me dijo.

“Perdóname hija, te lo suplico”.

Yo no entendía nada. Claudia usaba como apellido Román y no Arriaga.

“¡Vete al infierno! cerdo violador” le gritó ella.

Una mala película pasó por mi mente, una en blanco y negro, una de la que no tenía mayor referencia que los noticiarios y las malas lenguas, una que también  reflejaba la vida que había llevando durante los últimos dos años.

“Eso pasó hace muchos años Claudia” le decía el hombre.

“¿Y crees que para mí ha sido fácil? ¿Crees que ha sido sencillo vivir en este cuerpo todos estos años? ¿Crees que es muy grato soñar y que en mi sueño estés tú?”

“Claudia te lo suplico, perdóname, me estoy muriendo”

“¡Pues yo estoy muerta, muerta! Escúchalo bien ¡muerta! Desde entonces”

Dicho esto comenzó a llorar y a romper cosas de la casa. Su padre seguía inmóvil con el ramo de flores en la mano yo como todo un imbécil. Lo que siguió ocurrió en segundos, Claudia sacó de su ropa una pistola de bajo calibre, le apuntó y detonó en dos ocasiones el arma. El anciano se desplomó de inmediato. Claudia se acercó a él, estaba de pie mirándolo al rostro y le dijo “te perdono”.

En ese momento recordé que un hombre inteligente debe abandonar de inmediato la escena en la que su amante mata a su padre violador, olvidarla para siempre y buscar otra que preferentemente esté cuerda.

 

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Domingo

octubre 24, 2010 4 comentarios

Sería fácil suponer que por ser domingo Joel despertaría tarde, acudiría a la cocina para tomar una pera, la mordería sin darse cuenta que adentro de ella un pequeño gusano ha comenzado a digerirla desde hace días y que al masticarla algo en su lengua no está bien y sabe peor. Ignorando que se trata de un gusano, Joel mastica más lento, la pera está hecha puré y se le pega en el paladar, la cáscara se le atora en los dientes. Debe ir al baño.

Para llegar ahí tiene que sortear muchos obstáculos. Luego de una semana de abandono, su casa es un desorden. Camina entre ropa que ha tirado por aquí y por allá. Sus pies desnudos se llenan de polvo, observa su talón y está negro, debe barrer y trapear. Pero antes quiere ir al baño, abrir la boca y verter su contenido en el bote de basura. Pasa por el comedor y observa seis tazas que ha ido dejando una por día. Hay bolsas de plástico de diferentes cosas, de hamburguesas, de lonches, de papas. Evita mirar y piensa “Es domingo, pura madre que hago algo”.

Así que continúa caminando y mientras más obstáculos salen a su paso, encuentra más claro que no hará nada. Aprendió que el domingo era sagrado, que no había mejor día para descansar que ése. Dejará todo seguiría igual. Llega al baño, se sitúa frente al espejo y abre la boca. Entre los olvidos de la semana, del mes y del año, está una pequeña fuga de agua del lavabo. Un hilo de agua desciende hasta el piso, al pisar con sus pies sucios el agua deja unas horribles manchas. Con la boca abierta y con sumo cuidado comienza a inspeccionar la pasta putrefacta en su boca. Se pone en diferentes ángulos para poder observar la oscura cavidad desde distintos lados. Se agacha, se inclina, se ladea. Sus dedos son importantes auxiliares en esta tarea. Las uñas largas remueven la mezcla para uno y otro lado. Saca su dedo índice con restos de pera y baba y lo analiza frente al espejo “¿qué chingados sabe tan mal?”.

No puede evitar que en el ejercicio de exploración algunos grumos de pera se deslicen por su garganta. Siente cómo baja por su garganta ese sabor amargo, involuntario, asqueroso. Es ahí cuando en plena inspección se da cuenta de la presencia del gusanito. Una cabeza roja y un cuerpo color crema despuntan de entre la mezcla de pera con saliva. Es tal el impacto que produce el insecto en Joel que hace un movimiento brusco que lo hace caer de espaldas. Se resbala, su cráneo golpea contra el inodoro, la pasta sale expulsada de su boca tras el brutal golpe. Joel rebota directo con el piso de la regadera donde vuelve a golpearse con el filo de la tina y queda inmóvil.

No da señales de vida, el gusano cae encima de su anhelada comida sobre el pecho de Joel, si pudiera pensar sin duda diría que es fácil suponer que por ser domingo él debe hacer lo que le corresponde, para eso es gusano. Así que sigue alimentándose hasta que pasados los días logra comer una parte importante del botín. Pero ya no está solo, han nacido más como él y también tienen hambre.

El cuerpo de Joel ha reventado y las moscas inundan el lugar. Por lo general las moscas suelen presentar una competencia desleal. Llegan por cientos e incuban sus huevecillos en la carne podrida de Joel. Más rápido que pronto cientos más nacen, bien alimentadas por los fluidos corporales de Joel. Joel es ahora una masa deforme. Tiene diversas aberturas en el cuerpo. Sus órganos están expuestos, y expele vapores cuyo humor haría imposible respirar junto a él. A los insectos le vale madre.

El gusano quiere salir de ahí pero debe enfrentar muchos retos. El primero es abandonar a salvo el cuerpo de Joel. Una larga columna de hormigas ha ido acercándose y rodea el cuerpo. Algunas han comenzado a trepar por los pies. Parece que buscan a las larvas de mosca. El gusano se da cuenta y decide marcharse bajando por el cuello. Cuando comienza a hacerlo se percata que debajo de la cabeza de Joel hay un lago de sangre. Para su fortuna la sangre ya está seca, pero hay algunas zonas donde no ha coagulado. Deberá tomar en cuenta eso a la hora del escape.

El gusano quiere regresar a la cocina. Ha crecido, ahora es un gusano adolescente. De la cocine le llega un olor irresistible. Como se sabe gusano, sabe lo que su gusanitud le ordena hacer y emprende la huida. También porque no desea convertirse en alimento para hormigas. Baja con mucha dificultad por el cuello, es una zona que carece de cosas para sujetarse, tiene vellos pero son demasiado pequeños, en esa parte los poros de la piel no ayudan mucho.

El gusano observa la prolongada pendiente que debe descender. Observa también que la forma cilíndrica del cuello hará inevitable la caída, pero se atiene a que la sangre seca amortiguará el golpe. Comienza a deslizarse tras sus treinta patas y llegado el momento se deja caer. La caída es buena salvo por el hecho que quedó de espaldas, pero él es un maestro contorsionista y de un movimiento logra posicionarse de forma correcta.

Inicia el largo y extenuante camino a la cocina. Con sus minúsculos ojos logra ver a través de la puerta el lugar de donde proviene ese aroma tan suculento, a fruta en descomposición. También observa las engorrosas hormigas deambular, rastreando con sus antenitas algo para devorar. Opta por caminar lo más lejos posible de ellas, va rodeando la zona de peligro, el inodoro, un bote de cloro, una escobeta para limpiar el baño, un estropajo, un rastrillo con las navajas enmohecidas.

Del otro lado del cuerpo, la fuga de agua es contenida por las piernas de Joel formando un peligroso dique de agua. De no ser por eso la huída sería imposible. Esto no significa que la situación deje de ser extremadamente peligrosa, el nivel de riesgo está latente por todos lados. Después de veinticuatro horas de extenuante caminata el gusano logra llegar a la cocina, pero debe enfrentar una última dificultad, el aroma de la fruta proviene del pretil y éste está a mucha altura.

El gusano levanta medio cuerpo, quince patas arriba y quince abajo, trata de explorar la mejor vía para llegar a su destino. Elije la pared frontal ya que el diseño de la cocina tiene relieves que le permitirán un ascenso seguro. Sin saberlo el gusano ha definido su gusto por las cocinas integrales y está sumamente agradecido con el diseñador de la cocina de Joel.

El ascenso le toma al menos una hora. Cuando está arriba voltea para atrás, puede ver como las moscas está en franca lucha contra las hormigas, sabe que el olor que emite el cuerpo es la señal de alarma de las bacterias, se están alimentado y segregan ese extraño perfume. Prosigue su camino y trepa el platón donde el resto de peras lo esperan.

Cuando logra trepar se da cuenta que hay otros como él y que le llevan una gran ventaja. El hambre lo fastidia, está terriblemente cansando pero vale la pena dar el último estirón para ganarse la pera de cada día. Cuando finalmente encuentra una esquina más o menos solitaria de la pera, se acomoda y comienza a morder la cáscara.

La pera no ofrece mucha resistencia, está aguada pero su sabor es aún mejor. Come y come y come y come hasta que de pronto escucha un ruido insoportable. De inmediato alza la vista y ve como entran a la casa muchos hombres. Conforme estos hombres extraños van invadiendo el espacio, se van apoderando de diferentes puntos de la casa. Unos van a la recámara, otros revisan la sala. El gusano escucha cosas que no comprende y decide regresar a lo suyo.

En un momento dado observa a unos hombres sacar el cuerpo de Joel y piensa “pobres moscas, se quedarán sin alimento”.  Las hormigas que estaban en la zona de seguridad del baño rápidamente son absorbidas por la inundación. La mayoría logra sobrevivir ya que al dispersarse el agua se expande evitando crear peligrosos estanques para ellas. Además de que suelen ser buenas nadadoras por periodos cortos.

Las moscas se ven confundidas, vuelan sobre el baño sin saber que hacer, algunas persiguen el cadáver, se paran en las manos y en los rostros de los agresores que se han roban su bufete. Ellos las espantan con manotazos pero ignoran el potencial de las moscas. Más de alguna logra colarse en la camioneta del servicio médico forense.

La casa vuelve a quedarse vacía. Las peras se han terminado y por el momento los gusanos están servidos. Algunos se quedan en el platón, otros más comienzan a hacer minuciosas investigaciones. Otros han ido a explorar otras latitudes haciendo importantes descubrimientos: el bote de basura. El rumor no tardará en correr, ahí hay cáscara de plátano y dos o tres centros de manzana.

Comienza la inmigración hacia el bote de basura, van lento, no tienen prisa, apenas un día más y estarán ahí. El gusano se atrasó, está cansado y además muy lleno, se queda en el pretil para recuperar fuerzas, ha tenido unos días muy agitados y no quiere excederse, se sabe gusano y hace lo que debe, pero ignora que las cucarachas tienen el control del bote y que en este momento sus compañeros están siendo masacrados, además es domingo, y por extraño que parezca es un día de guardar para los gusanos.

 

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Debbie

octubre 20, 2010 7 comentarios

Debbie está en la cama. Su cuerpo ocupa una gran parte del colchón. El cabello suelto forma un abanico que se despliega sobre la almohada. Un aire infinitesimal mece sus puntas. Duerme y su ropa deja al descubierto el monte de Venus poblado de vellos. Un poco más arriba, sus senos parecen descorrerse del pecho. Bajo sus párpados se dejan ver vertiginosos movimientos oculares en un ir y venir inexplicable. En la habitación hay una esencia novedosa, un olor total que me sumerge en la noche de los recuerdos.

Nunca antes había descrito a una mujer así, como a Debbie, ni cuando escribí poesía. Ni siquiera a mi madre, a quien tanto amé la puse a la altura de esta peculiar musa. Estoy leyendo el periódico. La observo en lapsos breves y regreso a mi lectura. A decir verdad, la encuentro irreconocible. Me siento ligeramente cansado. El cuerpo me pesa como si fuera una bola de plomo. De hecho no me he repuesto de la faena de ayer.

Hace una mañana linda, a juzgar por los débiles rayos de luz que iluminan la recámara. Debbie o como quiera que se llame me recuerda a mi madre. La conocí anteayer cuando iba por la carretera. Todos los atardeceres conduzco hacia un claro del bosque. Estoy acostumbrado a transitar esta ruta en soledad y silencio, sólo con la compañía de mis recuerdos. Cuando me interno al bosque, suelo recostarme sobre una lomita hasta que anochece. Toda vez que las estrellas asoman sus flácidas patitas inicio un diálogo con el universo. Me adentro en la tersa negrura del espacio hasta desaparecerlo todo, hasta hacer de mí una cosa sin sustancia, sin referencia precisa, una nada tendida bajo el cielo a la espera de la señal precisa.

A mi madre le gustaba el nombre de Debbie y cuando niña lo eligió para su muñeca favorita. Luego nombró así a una gatita peluda que le regaló su madrina Luz. Hasta el día de hoy, esa parte de mi vida persiste en mi memoria.

Como dije, anteayer conducía hasta mi refugio entre los pinos. Iba conduciendo por un tramo particularmente oscuro cuando la vi. Era una mancha de luz en la negrura, iluminada por los faros de mi troca. Al principio me pareció una figura bestial arrastrándose en la vera del asfalto. Conforme me aproximé fui bajando la velocidad y vi que se trataba de una chica.

Detuve la camioneta a su lado para preguntarle:

—¿Estás bien muchacha?

Su voz de ceniza contestó “no” y sin pedirme permiso se subió a la camioneta.

—¿Qué te pasa? —le pregunté

—Nada señor, nada

—¿Cómo que nada, si te ves triste? –no despegaba las manos del pecho, lucía desarreglada y como si hubiera estado llorando por un buen rato.

—Nada que pueda interesarle señor, cosas de chicas –me dijo y comenzó a tranquilizarse

—¿Y por qué subiste a mi troca?

—Porque usted me dio confianza

Confianza, una palabra rara en mis oídos, lejana en mi vida. Un silencio nos invadió hasta que su llanto regresó como una lluvia de cristales. Me interné en el bosque y ella no decía nada. Se dedicaba a mirar hacia fuera y a secarse las lágrimas. Al llegar al claro en el bosque donde noche a noche busco la paz detuve la marcha.

Le dije:

–Ven, acompáñame, esto va a gustarte.

Bajó de la camioneta y siguió mis pasos. La luna iluminaba perfectamente el lugar. Podían verse los ocho montículos sobre los que solía recostarme. Nos echamos sobre el pastizal y dejó de llorar. Una nata de estrellas nos cubría, una que para mí tenía un significado especial, un valor como ninguno.

No había motivo para romanticismos entre nosotros, pero sin más preámbulo que una mirada la chica comenzó a besarme. Me sentí ligeramente incómodo, algo me inhibía, me hacía retroceder a medida que ella metía su lengua en mi boca. Sentí un pudor, un miedo. Además, su boca era un musgo arrollador y su lengua desprendía un calor de alcantarilla que para mí era una invitación a no besarla nuevamente.

—¿Ya te sientes mejor, muchacha? –le pregunté

—Sí, señor, gracias. ¿Cuál es su nombre?

—La gente del pueblo me llama Joe, Joe el solitario –emití una pequeña carcajada y ella también rió con mi comentario.

—Ha sido usted muy amable conmigo, estoy sorprendida

—Y lo que falta muchacha —Al decirle esto, la vista se me nubló, un temblor me recorrió la piel. Pude recuperarme casi de inmediato de esa sensación electrizante, de esa pausa, no sin antes advertir un vacío en mi interior y unas ganas de olvidarme de todo y dedicarme a vivir el instante.

La invité a mi cabaña, es acogedora, en ella todo tiene una razón de ser. La nostalgia o una cosa parecida se han adueñado de sus espacios y a veces luce triste. Las cosas de mi madre avivan su interior pero bajo su techo hay un vértigo que me cala. Estando ahí no puedo dejar de caer, de hundirme, pero estando afuera no encuentro el piso y debo hacer un esfuerzo para no volar a las estrellas.

En el camino, le comenté Debie que las infusiones de mi madre eran únicas. Con la promesa de terminar de tranquilizarse bebiendo un té, accedió a ir conmigo. Entonces subimos a la troca. La carretera estaba tan solitaria como siempre, pero tuve la atención de mirar por los espejos por si algún vehículo se aproximaba. Encendí la radio en una estación de música romántica. Era la que mi madre escuchaba. En un momento dado, mientras cambiaba de velocidad rocé sus muslos con mi puño. Fue un movimiento involuntario que poco a poco se transformó en voluntario. Una sensación añeja y primitiva me inundó. Mis dedos se cargaron se una energía extraordinario. Algo que en la soledad de las noches se presentaba sin nombre, como un aullido provenido de algún remoto lugar de mi instinto, tomaba ahora la forma de mis nudillos. Ella me miró con pasión o mis ojos creyeron ver en los suyos un fuego, un calor, una invitación. Íbamos por la carretera como en un escenario dispuesto a servir de telón para algo más que un traslado. Moderé la marcha para evitar llegar pronto a la cabaña. Nos volvimos a mirar y busqué de nueva cuenta sus piernas. Ahí estaban, bajo una falda ligeramente alzada. Dejaban ver unos vellos rubios que se hacían notar más con la luz de la luna. De pronto mordió uno de sus labios y bajó la mirada como si buscara mi bragueta. Juré que se trataba de una señal para que le metiera la mano. Noté que estaba sonrojada y me excité, pero segundos después puso su mano sobre la radio y sintonizó una estación de música country. Abandoné la empresa para entonar una canción campestre.

Pensar que ahora duerme como una flama vencida en mi cama y que esta mañana no es más que un huracán degradado a tormenta tropical.

Dejo el periódico en la silla y voy a la cocina por un jugo de naranja. Siempre suelo tener una jarra lista para saciarme. Mi madre solía tenerme una jarra cada mañana. La naranja es un gran afrodisíaco, su sabor dulce crispa mis sentidos y cientos de veces, cuando en la soledad me inunda la nostalgia, me he visto orillado a saciar con mis manos mis necesidades sexuales. Mi baño es un museo del semen.

Al regresar a la habitación sigo observándola. Ya casi son las ocho y no despierta. Ayer gritó como loca. Pensé que se desmayaría, al menos esa sería la conducta normal en un ser vivo después de ser tan dulcemente agobiado. Sin embargo no fue así, gritaba y gritaba evitando desfallecer, viviendo al máximo una experiencia extrema. De esa forma se arriesgaba a recibir otra dosis de adrenalina casera. Yo le dije en el tono más amoroso que pude: “Mira Debbie, a veces es inútil gritar, te gusta o te duela lo que te hagan, de ahí no pasará, del muro, del techo, de la garganta”. No me creyó y seguramente despertará afónica.

Esa noche, cuando llegamos a la cabaña, me preguntó “¿Dónde está tu madre Joe?” No pude evitar sentir perturbado mi corazón “Está muerta” le dije. Pero eso no significaba nada, vivir, morir. Al menos, no significaba nada como para recibir un abrazo tan cálido y prolongado como el que me dio.

Estábamos en la cocina. Ella inspeccionaba todo. Saqué el costal de hierbas y comencé a mezclarlas. Le preparé un té especial, mi madre lo bautizó como el implacable. Solía dármelo cuando me notaba alterado.

—Con esto vas a olvidar todo —le dije

Puse la taza a la altura de su barbilla y comenzó a ingerirlo con rapidez y gusto.

—Está dulce y tiene un sedimento particular, me recuerda a un té que me preparaban en el internado —comentó mientras se limpiaba los labios con una servilleta.

A los veinte minutos comenzó el efecto. Caía en somnolencia, la vida se le agazapaba detrás del sueño. Cabeceaba con inocencia, como preguntándole al viento qué es lo que le pasaba. Me costó trabajo levantarla de la silla para arrastrarla hasta el sótano. Quitarle la ropa fue un acto crucial que me exigió raer su falda y bragas. Entonces comencé a violarla mientras pensaba en mi madre. Sus manos, su piel tostada, sus ojos transparentes y su cabello siempre suelto. Recordé lo buena que era conmigo, la forma en que me cuidaba de las maldades del mundo, la manera en que me daba la sopa cuidando siempre de no ensuciarme, las veces que se quedaba conmigo en la cama y me acariciaba todo para purificar mi energía.

Cuando Debbie despertó y se vio atada a una silla comenzó a llorar y gritar desesperadamente. Preguntaba cosas incomprensibles. Descubrió que estaba desnuda de la cintura para abajo y los ojos se le salían, húmedos y aterrados.

Me arrepentí de no haberle puesto una mascada en la boca, pues sus cuestionamientos me incomodaban, eran abundantes y ligeramente histéricos. Además, el tono de su voz se había vuelto insoportable, como el de una víctima.

Finalmente le tapé la boca con un trozo de estopa que me encontré tirado, creo que lo usé para tapar un contenedor de petróleo. Comencé a abofetearla. La sensación de mi mano rebotando en sus mejillas era deliciosa, se le ponían tan rojas como una manzana. Lo hacía porque siempre tuve la duda de si realmente se escuchaba ese chasquido como en las novelas que veía mamá, cuando las mujeres abofeteaban a los hombres. Pude descubrir que había importantes variantes, ya que los sonidos emergidos de los cachetes de Debbie tendían a ser secos, a diferencia del estruendo de aquellos que escuchaba en la televisión. Lo cierto es que los zapes en la frente eran lo mejor, producían una nota interesante, no como el de un látigo en la epidermis. Cuando veía venir mi mano cerraba los ojos y temblaba, su cabello rebotaba, su cabeza era una medusa.

Ya era tarde y me fui a dormir. Hasta mi cama llegaban sus gemidos. Comencé a rezar por mi madre. Intenté hablarle, pero sólo bajo las estrellas se comunica conmigo.

A la mañana siguiente bajé a ver a Debbie. Un rayito de luz la iluminaba. Estaba totalmente dormida. Yo no haría eso en una casa ajena. Es de malos modales seguir dormido cuando el anfitrión ya está en pie, al menos eso me enseñó mi madre.

Me quedé unos minutos contemplándola. Se desparramaba de la silla. Sus muslos eran tan grandes como dos manatíes. Parecía un helado triple de esos que me compraba mamá. Babeaba como una idiota y en ese momento dejó de simpatizarme. Fui por un balde con agua helada y se lo eché al cuerpo. Le reclamé su impertinencia. ¿Cómo era posible que durmiera mientras yo ya estaba despierto? Después fui por mis navajas de afeitar. Ella me miraba y gemía. Jugué con la navaja frente a sus ojos.

—¿Qué crees que voy a hacer? –le decía mientras le pasaba por los ojos las navajas.

Como no me respondió pateé su vientre ¡No soporto la indolencia! Afilé la cuchilla lo más que pude y la pasé por su piel. Mi intención no era cortarla, sino simplemente ver su reacción frente a una cuchilla ávida de sangre. Malamente su reacción era compulsiva y de esa forma, se producía heridas que poco a poco pigmentaron de rojo su piel.

—Con tanta grasa va a estar cabrón que te desangres, ¿no crees?

Seguía sin decir nada. Grosera, pensé. Seguí jugando con la navaja hasta que comencé a excitarme de nueva cuenta. Le abrí con mucha dificultad las piernas y la penetré con violencia. Entraba y salía de ella mientras bufaba —pensé en el tren de vapor que nunca me regalaron, mamá ni el tío Saúl, que se quedaba por las noches en el cuarto de mamá para cuidarnos, aunque por lo general me maltrataba—. Sudé tanto que me invadió un asco repentino. La nausea que proviene de uno mismo, pensé. Tuve que castigarla por ello. Le pegué con la hebilla de mi cinturón. Fue difícil hacerlo, el castigo fue duro, pero tenía que corregir esa desviación.

Ya era tarde y me sentí cansado, no había comido y fui por un bocadillo a la cocina. Encendí el televisor para ver los juegos vespertinos. Me quedé súbitamente dormido. Al despertar fui a darme una ducha, el olor de mi sudor era insoportable. Después regresé con ella. La noté despreocupada, no se exaltó al verme. Incluso comencé a inquietarme cuando vi en sus ojos señales de odio. La gente no debe odiar, eso es malo, por lo menos eso decía mi madre y lo confirmo. Le advertí que si no cambiaba su gesto me vería en la necesidad de corregir esa grave desviación. Escuché un gruñido que interpreté como una negativa a modificar su actitud y tuve que sentarme a pensar el castigo.

Fue ahí cuando descubrí la vieja lámpara fundida. Arranqué el cable y le saqué punta a fin de que los hilos de cobre quedaran desnudos, enchufé la clavija en la toma de corriente, mojé a la gordita y comencé a darle de toques. Le apliqué un largo correctivo hasta que desfallecimos. Gritó y gritó, su resistencia me tenía obnubilado. Después decidí liberarla de la silla y con mucho, mucho esfuerzo, la subí a la habitación.

Era tan pesada que estaba tentado a matarla. Nadie con ese peso merece vivir y mucho menos hacer sufrir al otro. A mí me estaba produciendo sufrimientos infinitos. Era hora de dormir.

Esta mañana me desperté primero que ella. Salí a comprar el periódico, como ya lo he dicho, y me puse a observarla. Me he tomado un jugo de naranja que por lo general despierta mi libidinosidad. He regresado a mi habitación un tanto excitado.

No sé que hacer, van a ser las nueve y no despierta. Algunos hombres suelen dicen en los bares que hay mujeres a las que se las han metido por todas partes. Debbie abre los ojos. ¿Cómo será una penetración por el ojo? ¿Sexo clarividente? Decido averiguarlo y me saco la verga. Me la pongo tan dura como una rodilla. Voy hacia ella, está esposada a la cabecera. Apunto mi pene a su ojo izquierdo. Ella lo cierra, pego mi glande a su párpado y se desmaya. Minutos después, Debbie es tuerta.

Limpio su rostro y veo mi pene, la sangre me desagrada. Me recuesto a su lado para abrazarla tiernamente, el sueño me vence. Tengo la impresión de que ha tenido una vida terrible, merece amor y atención. Creo que he sido un poco injusto y deseo recompensarla. ¡Para eso está el futuro! Esa cosa tan breve. Sueño con Debbie. Mi madre siempre quiso para mí una mujercita de generosas carnes. Aunque creo que con ésta también se equivocó.

En mi sueño Debbie vuelve a aparecer en la carretera, pero tiene el rostro de mi madre, luego cambia al de otra mujer, luego a otra hasta parecer irreconocible. Cuando me detengo en la camioneta veo que su caro no tiene forma, sube y no dice palabras. Entonces me bajo del vehículo y me voy caminando hasta el claro del bosque.

Pese a todo, he decidido que Debbie estará conmigo el resto de su vida, aunque tal cosa no pase quizá de dos o tres días. Algo es algo. Al despertar de mi sueño, me doy una ducha y salgo a la carretera. Ya casi anochece, debo agradecerle a mi madre la llegada de esta nueva chica y de paso elegir el lugar donde la enterraré junto a las otras Debbies. La luna ilumina los ocho montículos de sus hermanas, la escena es tan dulce que no sé qué pasará cuando me falte Debbie.

 

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